Plenitud

No quiero perder, no quiero dejar de sentir, no quiero olvidar este fin de semana. Sé que no podré transmitir las sensaciones, emociones, sentimientos que he vivido. No sería capaz, no sabría hacerlo, ni sumando la capacidad de todos mis más admirados escritores. Por mis carencias en el arte de escribir, o tal vez porque son cuestiones inmanentes.

Los hechos son fáciles de relatar. Carmina, Nacho y yo fuimos a los Pirineos aragoneses. A Cerler concretamente. Para ellos dos, que son esquiadores, habrá sido un contacto más con la montaña, con la nieve. Para mí ha sido un regalo de la vida, por intermedio de Nacho.

Nunca había estado a 2.300 metros de altura, pisando nieve virgen, hundiéndome en ella, oyéndola al andar, mirando la constante variación del entorno, por cambios de luz o sombras simplemente. Oyendo el silencio total, apenas alterado por alguna voz humana o por algún ruido mecánico de los aparatos instalados para facilitar la subida a las personas. Respirando, a pesar de la altura y mis años, con gran facilidad, sin notar el aire, como formando parte de él. Eran tantas y tan poderosas las sensaciones y las emociones, que quería integrarme en ese entorno. Me tumbé sobre la nieve, mirando el cielo, respirando profundamente sin esfuerzo alguno, supongo que con pequeñas exclamaciones de admiración que se escapaban por la boca directamente desde las entrañas sin usar el cerebro racional. Oía las explicaciones de Nacho que me mostraba todos los picos y las referencias del paisaje. Supongo que el cerebro habrá hecho lo suyo y almacenará conocimientos, pero todavía sigo y espero conservar la vivencia que me dominaba.

Por eso, he decidido escribir ya, hoy lunes, en casa, ya de vuelta a la vida cotidiana, real sí, como también lo ha sido lo que he vivido en estos dos días. Sabiendo que no seré capaz de transmitir a nadie lo sentido.

¡Cómo influye los paisajes de nuestra vida! No había conocido la montaña. Apenas las había sobrevolado, y visto en imágenes y leído sobre ellas. Prácticamente se puede decir que la conocí en los Pirineos, en Asturias, hace muchos años. Había vivido su imponencia. Aquella primera vez, hace más de 30 años, en unas vacaciones, con un matrimonio amigo y su niña, con muchos días por delante, me costó un par de días hacerme con el paisaje. Me sentía ajena, me imponía la fuerza de la naturaleza, la admiración por la belleza, pero me sentía ajena, hasta dudaba de mi capacidad de adaptación… Era verano, no había nieve, mucho verde, pero sí gran altura. En la casa donde estábamos, nos llegaba el sonido de un río que transcurría muy abajo, pero que en el silencio de las noches, se convertía en la música de fondo. El aire, la gente del lugar con la que nos relacionamos, todo contribuyó a que fuera una bonita experiencia, inolvidable también. Tenía a Nacho con cinco añitos y eso era lo fundamental. Lo que guiaba mi vida en ese momento. Ahí quedó el sedimento, tal vez, de lo experimentado ahora.

Estos días las circunstancias fueron distintas. La integración con la naturaleza no ofrecía resistencia alguna, al contrario, la simple idea de vivir la experiencia, antes de ir, ya me hacía feliz. Lo conté en una entrada anterior, cuando se frustró el plan que habíamos hecho, mejor dicho, que Nacho me había preparado. Y allí estuve, feliz, sintiéndome aceptada, integrada a ese paisaje, con enorme respeto y admiración sí, pero formando parte de él, sin sentirme pequeñita a pesar de la grandeza de lo que veía, como si ese fuera mi paisaje y yo una mínima parte de él. En el cielo propiamente.

¡Gran regalo me ha dado la vida! No pretendo compartirlo porque cada persona vivirá su experiencia de manera distinta, sólo quiero conservarlo, mantenerlo para mí, lo más vivo posible… Hasta el final…

Lo publicaré para seguir la broma con Nacho que me diría: «Publica!». Igual tiene razón y le sirve a alguien… A él, por ejemplo, para quien la palabra Gracias, se queda corta…

 

 

 

 

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