Saliendo del shock…

Shock: golpe, impacto. Muchos sinónimos habría, y si es emocional, los profesionales lo definirán mejor. Esta es sólo la versión de uno, que se ha prolongado y todavía afecta. Como medida terapéutica trataré de contarlo, para salir de una «montaña rusa» (que no me gusta) y de la que espero bajar a tierra llana y firme.

Viernes 13 de noviembre de 2015. Noticias sobre los atentados en París. Horror, pena, incredulidad…, en París…, en Francia… El corazón parece detenerse o estallar. Empatía a tope con las víctimas, las familias. Dolor, como en el 11 M en Madrid, que resurge, se actualiza y se suma. La expresión desgarradora, se produce al ver las imágenes de la gente saliendo del estadio cantando la marsellesa. Cantaban con fuerza, con firmeza, bien es cierto que aún no conocían la magnitud de lo sucedido. Entonces surge una voz quebrada, la mía, que canta y llora a la vez. La Marsellesa que aprendí de adolescente, que luego estudiando la Revolución Francesa, la incorporé con todo su significado. Gracias a aquella profesora de música cuando era estudiante liceal, y a profesores de historia universal, que nos hacían estudiar leyendo historiadores franceses. Aquellos valores, liberté, egalité, fraternité, que fueron inspiración de la constitución y las leyes que rigieron la mayor parte de mi vida. Educación laica, gratuita y obligatoria, así se estableció en nuestro orden jurídico. El laicismo, el mismo que ya en el liceo me liberó de una educación anterior, religiosa, y que hizo que diera el primer paso hacia la búsqueda de la verdad, usando la razón. Los profesores de filosofía, que nos enseñaban a Voltaire, Rousseau, etc. La literatura, el cine, la información de la II Guerra mundial, la resistencia, los cantantes que desde aquella adolescencia, tan lejana, formaron parte de mi biografía.

Supongo que sufrí el golpe como si fuera francesa, por todo lo anterior. Por suerte, por donde nací y crecí, aprendí a convivir con diferentes personas de diferentes culturas. Luego por circunstancias personales he vivido en sociedades con otros valores. Aquellos valores universales siempre me fueron, y me son, muy válidos. Me han proporcionado el placer de conocer la diversidad y la riqueza de otras sociedades. Al final me han hecho decir que me siento ciudadana del mundo. Amo mi tierra como casi todos los seres humanos, pero en ese sentimiento no sólo aparece lo geográfico, o un himno, o una bandera, se incluyen sentimientos, vivencias, amistades, tantas cosas…

La noche del viernes terminaba, pero no el dolor, la pena, el espanto. Pleno shock. Era la  montaña rusa, estaba en lo alto y de repente, abajo, a toda velocidad. Con el nuevo día, el sábado, más informaciones que sostenían el horror, la montaña rusa subía. El cerebro analizaba y trataba de racionalizar la situación. A la noche, anuncio del Presidente Hollande de que era un acto de guerra y como tal, así responderían. ¡No! Esa solución no encajaba en mis razonamientos. ¡Así no! Ya la noria estaba en lo alto otra vez. Intenté comprender el porqué de esa decisión, y lo hice, pero la muerte seguía en París y la bajada se aproximaba y continuaba vertiginosamente.

Ya intervienen otros factores en el análisis, los refugiados que están a la espera de una vida mejor en las fronteras de los países europeos. Los civiles sirios apresados en el falso estado islámico, inocentes, que serán alcanzados por los bombardeos franceses y rusos, o por las propias de quienes los sojuzgan, porque las bombas no discriminan entre personas inocentes o culpables. Aunque no estén tan cerca sentimentalmente, esas personas también duelen.

Menos mal que tengo la suerte de tener alguien muy importante para mí, mi hijo, al que no quiero transmitir mi dolor y confusión,  que por teléfono me escucha, pero con quien me desahogo y me hace bajar al trocito de suelo donde se aposenta todo el dolor de la humanidad que parece aplastarme.

El lunes, hay sol, un día nuevo, se calma el vértigo, pero hay un pozo lleno de pena, dolor, amargura. La vida sigue a mi alrededor, la veo, la oigo, pero no me alivia. Me encuentro con Gonzalo, apenas un conocido, profesor de un instituto con el que alguna vez he intercambiado algunas ideas. ¡Pobrecillo! Lo atraqué, literalmente, para comentar los hechos, y abrir un poco la espita de la olla a presión en que me había convertido. Fue un alivio. Le pregunté si había algo programado para los chicos en el instituto, si harían el minuto de silencio que anunciaban oficialmente. Me atreví a decirle que no perdieran esa oportunidad de hablarlo, de poner frente a frente a adolescentes de distintos orígenes, culturas y hacerles ver que son seres humanos, independientemente de su religión, del color de su piel, del país de donde provengan o hayan nacido, en fin, un atrevimiento por mi parte, dada la escasa relación que tengo con él.

Intercambiamos impresiones sobre la importancia de la educación como causa y como solución de lo que estábamos viviendo. Como causa, por no haber sido capaz de integrar en los valores de la república francesa a esos jóvenes fanáticos, terroristas, que se habían educado en París. Como solución, porque sólo a través de ella, se podrá combatir en su raíz las causas generadoras del fanatismo y el terrorismo.

De regreso a casa, me sentí mejor, oía los pájaros, el aire estaba más limpio, veía los colores de los árboles, hermosos en otoño, era como descender más lentamente de la montaña rusa, se avizoraba un trecho más horizontal a la tierra, auque todavía no veía la salida con claridad.

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