La idea primera de escribir hoy, era recuerdos. He pensado que me siento como un gran saco o bolsa de recuerdos. De repente a propósito de una conversación, de una observación, emerge desde el saco del tiempo un recuerdo. Trivial, o no, pero que me produce sensación de vida.
Ejemplos: Conversación en la peluquería con Maya. Hijo adolescente que el día de cambio brusco de temperatura se va sin abrigo al instituto. Maya, especula sobre por qué. Que si el abrigo no le conjuntaba bien, por ser un chico coqueto, que no lo entendía…
Mi recuerdo aparece: Diego, amigo de mi hijo, adolescentes ambos, iban juntos al colegio. Pleno invierno y nunca iba correctamente abrigado. Pasaba por casa y más de una vez, no pude reprimirme y decirle algo al respecto, porque lo apreciaba y conocía a su madre. Por supuesto que ni caso. En esos momentos yo actuaba como Maya, no entendía el por qué.
La conversación con Maya elevó el nivel. Pasamos de la anécdota a pensar en lo que es la adolescencia, como etapa de la vida, donde hay una necesidad de afirmarse como persona y a la vez con todas las inseguridades el mundo. La invité a que recordara la suya, cuantas cosas de ese estilo habría hecho, como yo, aunque las mías están lejos en el tiempo…
De ahí derivamos hacia los amigos en esa época. Como en cada grupo hay distintas formas de comportarse, los divertidos, los traviesos, los responsables…
Y recordé un episodio personal con todo detalle, incluidos los nombres de los participantes, personas que si existen peinan canas. Era invierno. Estábamos en el liceo, durante el recreo de 10 minuutos, entre clase y clase no debíamos permanecer en el aula. Norma que se cumplía a medias. En el aula había un hombre anatómico de tamaño natural, sobre un pedestal para las clases de biología. Pepe, el gracioso del grupo, que siempre la montaba, que nos hacía reír y se ganaba malas notas y problemas, cogió mi bufanda que había quedado en mi pupitre, la enrolló en el cuello del hombre (no recuerdo el mote que le habiamos puesto), y le dijo algo así como «¡vas a morir!». No lo presencié, me lo contaron. Resultado de su acción fue que la mitad de la cabeza que era desmontable se abrió y la tuvo que sostener. Pasaban los minutos y llegaba la profesora. Cuando entré a clase, vi mi bufanda alrededor del cuello, al Pepe, sosteniendo la cabeza. Me enfadé con él. Pero llegó su salvación, entró Nuria, la buena, la inocente del grupo. Con el argumento de que era alta, le pidió que sostuviera la media cabeza y ella sin pensarlo, aceptó. Llegó la profesora, «¡Ramos (nos llamaban por el apellido y nos trataban de Ud.), que hace ahí!» La pobre Nuria, roja como un tomate y tartamudeando, «nada, señorita» La profesora que no era muy alta, parecía crecerse con la indignación. «¿Y esa bufanda, de quién es?». «Mía, señorita, pero estaba aquí en mi pupitre», tartamudeé a mi vez. El Pepe que se sentaba al fondo de la clase, callado por supuesto, y todos muy serios. Conclusión: a la pregunta de quien había sido, porque la profesora sabía que Nuria no era la autora, la respuesta fue el silencio. Por lo tanto, la decisión fue que se repararía y que el coste lo pagaríamos entre todos, que avisáramos a nuestros padres.
Es increíble la sensación de vida que puede producir un recuerdo que aparece de pronto, atraído por vivencias ajenas, como era la anécdota del hijo de Maya. Tal vez porque como dice Galeano: «Recordar: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón».
Para hacer caso del título de esta entrada, corresponde hablar de algún encuentro. Los encuentros pueden ser físicos o no.
Físico: muy sencillo y corto: 1) Hay un grupo de mujeres mayores en la cafetería del Centro de Mayores. Unas más conocidas que otras, las saludo y una me dice que festejan el cumpleaños de Belén. Me acerco a felicitarla, la abrazo, me dice que cumple 10 años. Le digo muy bien, es la base luego le pones la potencia. Se ríe y me explica que hace 10 años le transplantaron un riñón y que fue como renacer. Es una mujer admirable, camina con dos muletas, hace natación, sus ejercicios de rehabilitación, no se priva de ir a una excursión aunque sea a Toledo con sus calles empedradas y sus cuestas. La admiro de verdad, se lo he dicho anteriormente. Me alegro de conocerla y de compartir con ella ese momentito. Hay transferencia de buenos sentimientos. Es un encuentro.
2) Mohamed un joven cocinero del Centro de Mayores, sale al patio con un café, donde me encuentro sentada leyendo el diario y tomando mi café. Lo saludo como todos los días, y observo la satisfacción que le produce el sorbo de café. «Mmmm, que rico», le digo, se sonríe y lo comentamos. Mientras lo bebe, hablamos de su tierra, de tiendas árabes, unos minutos, vuelve a su cocina y yo a mi diario, pero ha sido un encuentro…
3) Por último, un gran encuentro. Cuando comencé este blog relaté el encuentro con Jorge M. Reverte. Fue muy intenso, compartir y comprender casi totalmente lo relatado en el libro sobre su ictus. No tengo otra vivencia semejante. Sin conocerlo personalmente, apenas sabiendo lo publicado sobre él, también por alguna de sus obras, y porque lo leo en sus artículos, sin embargo hubo una compenetración total.
Y hoy me incita a hacer esta entrada algo que ha dicho Enrique Vila-Matas, según un artículo que he leído, publicado en El País. «La cultura intensifica el sentimiento de estar vivo, te permite encontrar algo interesante en un grano de arena del desierto». No lo podría asegurar, no poseo su gran cultura, pero sí comparto que la curiosidad, los recuerdos, las pequeñas vivencias que se comparten de cerca o intelectualmente, intensifican el sentimiento de estar vivo.